Todo listo en Rusia para que empiece el Mundial

Mi artículo sobre Rusia y sus preparativos para el Mundial de Fútbol, publicado por el diario La Capital (Rosario, Argentina) el 9 de junio pasado:

https://www.lacapital.com.ar/ovacion/rusia-tiene-todo-listo-comenzar-el-mundial-n1621128.html

 

¿Está Rusia preparada para el Mundial de Fútbol?

El programa de radio argentino Falso Vivo (Radio Universidad Rosario) me entrevistó con relación a mi viaje a Rusia, donde estuve por un mes haciendo la previa del Mundial.

¿Está preparada Rusia? Mi respuesta, aquí abajo:

Otro lugar (o preparando la maleta para Rusia)

Por Fernando Avilés

Los recuerdos de la infancia son vagos. Permanecen en un baúl hasta el último de los días, incandescentes pero petrificados, inamovibles. Allí se mezclan realidad y fantasía, y no hay bordes de la razón adulta que puedan separar una de la otra, clasificarlas, distinguir lo real de lo imaginario. En esto pensaba tratando de recordar si había sido primero Rusia o la Unión Soviética.

Como claro exponente de los que quedamos atrapados entre la generación X y la Y, nací y me crié durante la Guerra Fría. Pero a esa altura la Unión Soviética estaba desdibujada. No se hablaba de Guerra Fría. Europa estaba otra vez de pie y muchos argentinos volvían sobre los pasos de sus antepasados. Ya no había mucho en juego sobre la mesa: la Unión Soviética era ese territorio político, oxidado, con fecha de defunción.

No era Rusia ni la Unión Soviética. Sí, era la Unión Soviética. Pero esto significaba un nombre de un equipo deportivo de algún videojuego o un puñado de películas yanquis, infantiles, cuyo contenido ideológico —banal hasta el paroxismo— tenía una misión: pegarle patadas a un tipo tirado en el suelo, sin poder levantarse. Pienso en Retroceder nunca, rendirse jamás o en Rambo, entre muchas otras de los años ochenta. Pero la Unión Soviética fue también una selección de fútbol. Quizás la del Mundial 86 (aunque de esa fecha sólo recuerde ir dentro del Fiat 125 de mi viejo, un día de lluvia, sacando por la ventanilla una bandera argentina de nylon, con asta de alambre). Definitivamente, fue la del 90, la del álbum de figuritas que con ocho años ya empezaba a coleccionar (la del arquero Rinat Dasáyev era la que siempre faltaba para completar la Unión Soviética).

Después en la tele iban a hablar de la perestroika y de la caída del Muro, todo en medio de un menjunje de palabras entre las que estaban hiperinflación, carapintada y revolución productiva. Y mientras la tele decía todas esas cosas, yo me distraía con los muñecos de He-Man o los playmobil. Algunos años más tarde, en la secundaria, tuve que escuchar a una profesora decir que la globalización era «maravillosa porque cualquier persona, en cualquier lugar del mundo, y ahora en Rusia también, puede comprar una hamburguesa en McDonald’s por un dólar” (el primer McDonald’s en Rusia, convocando una fila interminable de personas que querían probar por primera vez una hamburguesa [1], fue un claro síntoma de que algo había cambiado para siempre).

No había modo de llegar a la Unión Soviética. Quedaba lejos. Siempre quedó lejos. Con Rusia nos sucede lo mismo (si es que Rusia y Unión Soviética son algo distinto). Desde la imposibilidad de situarla geográficamente: Europa, Asia, Eurasia. Errores de cálculo que nos llevan siempre al mismo resultado, al mismo lugar, y desde el mismo lugar. Sobre algo que creemos que conocemos, pero que está en unos confines de la Tierra, que si bien es continuidad de la Tierra, es esa tierra de otras dimensiones, de otra dimensión. Imposibilidad de situarla étnicamente, cayendo en un paralogismo: los eslavos son una etnia europea/ los rusos son eslavos/ los rusos son europeos. Imposibilidad de situarla culturalmente: las tradiciones literaria, musical y arquitectónica tienen claros rasgos europeos (tanto como los japoneses, que hoy van de traje y cuyos rascacielos son tan vidriados como los de Manhattan).

En la introducción a una edición de Memorias del subsuelo (Colihue, 2006), Alejandro Ariel González plantea que “en términos generales, la literatura rusa ha sido y sigue siendo analizada con parámetros que excluyen sistemáticamente la referencia a la propia Rusia”. Y esgrime que, en parte, esto se debe a que “la crítica europea, sabedora consciente o inconscientemente de que en el eje centro-periferia siempre ha ocupado el primero de estos polos, ha sido reacia a inmiscuirse en la vida cultural, política y literaria de Rusia” [2]. ¿Reacios al acercamiento o a admitir la diferencia?

Mi primera aproximación (¿me aproximé?) a Rusia fue hace diecisiete años. Cuando leí por primera vez a Dostoievski. Y no Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov o El idiota. Lo primero que leí fue un cuento: “Noches blancas”. Nada ambicioso, sin muchos argumentos. Pero quedé fascinado; con la historia y con ese personaje tan obsesionado por una mujer que apenas conocía. Fue la intensidad de esa obsesión lo que se me coló para siempre, hasta el punto de comenzar a buscar yo mismo a Nástenka. Seguí leyendo otros relatos, “El jugador”, “Un ladrón honrado”. Sólo después agarré Crimen y castigo y Memorias del subsuelo, ambos en un periodo de dos meses.

Más tarde lo vi a Dostoievski en Arlt, en esos monólogos interiores sombríos. Vi a Raskolnikov en Remo Erdosain y en Silvio Astier. Y vi a los sóviets en los barrios porteños, en las chimeneas y en las pensiones. Yo veo a Rusia en Dostoievski —también en Chejov— porque no tengo muchas formas de verla. Veo a Rusia en un tablero de ajedrez, en un submarino, en un harpa. Veo a Rusia en un ballet y en la nieve. Veo a Rusia en las piernas interminables de Sharapova (tan interminables como su propio país). Veo a Rusia en la mitad de un planisferio y en las películas de espías. Veo a Rusia en Snowden y en los dossiers de Walter Martínez. Trato de construir algo que se parezca a Rusia con cada pedacito que —para mí— se parece a un pedacito de Rusia. Intento. Pero, como en los vagos recuerdos de la infancia, no es posible distinguir lo real de lo imaginario. Rusia no es un país. Es un continente-incontenible-que-lo-contiene-todo. Rusia es otro lugar.

Desde aquellos días del Mundial 90 hasta el descubrimiento de Dostoivski, jamás pensé que iba a conocer Rusia. Con los billetes aéreos en mano (17 de abril – 13 de mayo)), y a mis treinta y cinco, siento que es un sueño que voy a cumplir. A pesar de que nunca estuvo entre mis sueños. Y a pesar, sobre todo, de no tener la mínima idea concreta de qué es Rusia. Tampoco creo que veintiséis días puedan darme respuestas. En todo caso —y espero—, tendré más preguntas. Veintiséis días en los que voy a ver, sentir, hablar, respirar, caminar. A mi manera. Voy a dejarlo todo y espero llevarme algo. A ese algo voy a intentar escribirlo. Y a esas escrituras voy a publicarlas. Y voy a esperar que la lectura de esos textos les haga a percibir una Rusia distinta. Otra Rusia.

[1] http://www.abc.es/…/abci-mcdonalds-rusia-historia-201408211…[2] http://bit.ly/2G995Qv

Sin pelos en la lengua. Relatos sinceros / Segunda entrega: La ciudad de Batman / Pedro se cree una araña (o El síndrome de Kafka)

La ciudad de Batman

Bruno Díaz interrumpe el sauna cuando en uno de los monitores observa que el Guasón está a punto de conquistar Ciudad Gótica. «Maldito, payaso», escupe Díaz rechinando los dientes, «esto te costará caro». No era para menos, ya tenía la tarde reservada a la filatelia y a hacer rebotar una pelota de goma contra la pared del comedor. Resignado ante la situación, atraviesa treinta y siete habitaciones de su mansión para dirigirse a la Baticueva. Mediante un sistema de rastreo satelital, detentado gracias al moBatman-1989-batman-confronts-the-joker.jpgnopolio de la violencia legítima, localiza al Guas
ón en la cúspide de la Catedral de Ciudad Gótica. Al llegar allí en su jet privado y escondido en el disfraz, se bate en una desigual pelea con el Guasón. En lo que parece ser el golpe de gracia, Batman se acerca a la cornisa del campanario y ve al Guasón sostenido agónicamente de una gárgola. Batman muestra su mejor cara altruista y le tiende la mano. Cuando el Guasón la está por sujetar, Batman se la quita bruscamente, dibuja una risa socarrona y le dice: «¿Pensaste que iba a permitir que alteres mi statu quo? Ciudad Gótica es mía». La gárgola no resiste el peso y el Guasón cae desde las alturas para terminar reventado en la calle.

Pedro se cree una araña (o El síndrome de Kafka)

Pedro llevaba tiempo manifestando comportamientos de lo más extraños. Su tía y sus compañeros de colegio aseguran que se la pasaba saltando por las paredes, colgándose de las lámparas y extendiendo los brazos, de forma horizontal y hacia adelante, como si le fueran a hacer una extracción de sangre. Todo empezó aquella tarde en que lo picó una tarántula. Según le contó a su tía, se despertó la mañana siguiente, luego de un sueño agitado, y se encontró en su cama convertido, literalmente, en una araña. «Soy una araña», pensó aterrado mientras movía las extremidades como si le estuvieran haciendo cosquillas en el lomo. No pasó mucho tiempo hasta que la mujer lo llevó a un psiquiatra, por supuesto, contra su voluntad. Lo despertó una mañana y sin más, con el piyama puesto, lo agamaxresdefault.jpgrró de las orejas y lo arrastró hasta el consultorio. El profesional demoró más de la cuenta en dar un diagnóstico; el motivo es que «Pedro creer tener una segunda identidad que esconde con mucho recelo»; de modo que llegó a una conclusión a partir de pequeños indicios: «El muchacho habla de salidas nocturnas, de haber tenido asuntos personales con Duende Verde, Dr. Octopus y Sand Man», revela el diario clínico del doctor; y termina con la sospecha de que Pedro «podría estar frecuentando fiestas sexuales extremas». Bajo el código de secreto profesional, el hombre se limitó a sugerirle a la anciana que escuchara a su sobrino, que era necesario «que lo acompañe en sus reclamos». La senil mujer, que hasta el momento no había hecho más que escuchar a Pedro hablando de arañas, tomó el consejo del psiquiatra al pie de la letra. Un buen día encerró a su sobrino en el dormitorio y llamó a una empresa de fumigación para que desinfectara toda la casa. La señora había pasado la noche en el departamento de una amiga para evitar los gases tóxicos. Al regresar al hogar al día siguiente, se encontró con el peor escenario: su sobrino yacía muerto en el jardín de la casa; la ventana del dormitorio de Pedro, hecha mil pedazos. Los forenses fueron rápidos con el veredicto: muerte por envenenamiento. Como consecuencia, quedaron detenidos la tía y el psiquiatra. Los agentes del FBI están convencidos de que en el diario clínico secuestrado están las claves para conectar el homicidio con una red de tratas y de orgías privadas. El argumento en el que se basan es que, de principio a fin, en el documento profesional se repite incasablemente la palabra red.

Sin pelos en la lengua. Relatos sinceros / Primera entrega: ¡Busquen a Superman!

Metrópolis amanece empapelada con afiches de Lex Luthor Presidente. El supuesto comedido pero megalómano magnate trama oscuros planes para Estados Unidos y el mundo. Proyecta lanzar desde la Casa Blanca bombas bacteriológicas a las naciones más molestas del planeta Tierra. ¿Su meta? Convertirse, definitivamente, en el ser más poderoso. Pero nadie conoce sus planes. Nadie, excepto Superman.

Clark Kent fracasa en sus intentos civiles por combatir al archienemigo en campaña. Es día de elecciones y Lex Luthor se proclama presidente de los Estados Unidos de Norteamérica por una holgada diferencia. Está todo preparado en Time Square, Nueva York, para el discurso en que revelará sus maquiavélicos planes. Pero no tiene en cuenta que Clark Kent, en este preciso instante, está dejando las rotativas y se dirige hacia la cabina telefónica más cercana.

Es verano y el calor del asfalto, combinado con esa corbata ajustada, el saco y los zapatos, hace que nuestro mesiánico personaje tenga la cara bañada de sudor. Las exuberantes gafas comienzan a deslizarse sobre el eje de su nariz. Clark se sumerge en la cabina. Lo vemos restregarse la cara para quitar algo de sudor y vemos, también, cómo los anteojos terminan de soltarse para aterrizar en el suelo. Los cristales estallan y «la puta madre», oímos que dice con los dientes apretados. Luego toma el tubo y hace una llamada que no llegamos a escuchar porque…

…mientras tanto en Time Square…

Descontrol. La multitud no puede creer lo que sale de la boca de Lex Luthor con semejante ira. La paranoia invade la popular plaza de la Gran Manzana. Algunos gritan y lloran, otros arrojan piedras hacia el flamante presidente electo, ciertamente, sin alcanzarle. Vemos a Lex Luthor y su vil carcajada ante el escenario que acaba de provocar. «¿Dónde está Superman?», es lo que todos se preguntan a viva voz. La gente lo implora, lo invoca y ruega la presencia del ser que los salvará de tan temible villano.

La presencia no se hace esperar. Entre el público, alguien grita: «Ahí viene». En el horizonte, sobre la línea más alta de los rascacielos de Manhattan, vemos al superhombre con su traje azul y rojo, la capa flameando, el puño tomando la delantera para desplazarse a máxima velocidad. La gente en Time Square agita los brazos enardecida, con bríos de esperanza. Lex Luthor es la cara opuesta, la vil sonrisa se convierte en desazón y amargura. Y volvemos a la felicidad del pueblo que no está solo frente al mal, porque Superman se acerca para combatirlo. Lo vemos resplandeciente, en un vuelo heroico, y lo vemos cambiar de altitud. Las caras de los espectadores se van inclinando hacia arriba a medida que Superman se eleva, más y más, hasta convertirse en un pequeño punto en el cielo, que segundos más tarde se convierte en la nada misma. Los minutos pasan. Silencio en la plaza. Desconcierto.

Al día siguiente, el diario de Metrópolis publicaba a lo largo y ancho de su portada la apabullante victoria de Lex Luthor. Perdida entre las últimas páginas de la edición, una pequeña columna con el título «Desaparece periodista del Daily Planet»:

«[…] Al rastrear sus últimos movimientos, las fuerzas policiales detectaron una llamada telefónica que Kent habría efectuado desde una cabina en las inmediaciones de la sede de nuestro periódico. Las autoridades aún no lograron decodificar el mensaje del interlocutor, que al parecer fue pronunciado en una lengua desconocida. Sin embargo, revelaron las últimas palabras de Kent en nuestro idioma: “Vuelvo a casa. No me voy a hacer cargo de las cagadas que se mandan los terrícolas”».

Al día de hoy, nadie sabe a qué se refería Clark Kent con casaterrícolas. Nadie sabe si enloqueció o si simplemente se cansó del periodismo y decidió comenzar una nueva vida en otro país.

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Mejor volar

– ¿Estás diciendo que somos todos idiotas?
 
Me quedé callado. No le respondí.
 
A veces me voy. Estoy en una situación difícil o indeseable y simplemente me voy. Abro las alas y vuelo. Recorro la ciudad desde las alturas. Veo las luces de las calles a la noche, cruzo un parque oscuro y observo una línea sinuosa de puntos amarillos que es el sendero que lo atraviesa, tímido pero con determinación. La línea cruza de una punta a la otra del parque. Y yo atravieso la ciudad desde una punta a la otra, hago sendero en el aire, y voy variando la altitud; doy vueltas carneras y soy trapecista. Planeo sobre los techos de las casas y veo perros que le ladran a un gato. Un gato inmóvil que se burla de su propia muerte retenida en las imposibilidades de los perros. Sigo mi viaje. El centro es un refugio hacinado que ampara la soledad. Veo gente yendo de un lado a otro, incluso ahora, de noche, siguiendo patrones conocidos, patrones pálidos y viscosos. Toda una ingeniería dispuesta al servicio de la soledad. La memoria urbana los rige con sus cables de interconexión digital. Patrones que unen unos a otros en una espera infinita. La esperanza de que algún día exploten los nodos y recuperen los sentidos. Ellos lo esperan, pero no saben que esperan. A lo lejos, en lo más oscuro de la oscura noche, a la hora más oscura, escondidos el silencio y la miseria. El yugo digital los alcanzó, pero se oye allí otro tipo de desesperación. Chapas sostenidas por más chapas hacen fuerza para que no entren el frío ni la tormenta, para que no se filtren la violencia ni la desigualdad. Aún así, esos huecos son necesarios. Yacen allí como rendijas abiertas a la compasión y el amor. La esperanza de que penetre algún día un beso tierno y un abrazo cálido que proteja las nuevas almas y les permita brillar, una vacuna contra las enfermedades de la ambición. Ellos lo esperan, aunque no sepan que esperan.
 
Me quedé callado. No le respondí.
 
Y seguí volando.

La cosa más linda (o la historia de una foto que salió mal)

Se cumplían 45 años del álbum Mediterráneo, de Joan Manuel Serrat, y el periodista Luis García Gil presentaba un libro homenaje en una librería de Barcelona. Mediterráneo. Serrat en la encrucijada, un exhaustivo compendio de notas biográficas y fotografías de los años setenta en que el cantautor elucubró el disco que se convertiría entre los más versionados en lengua castellana.

Mi colega Giancarlo Arena había sido invitado para interpretar un tema del disco y, al avisarme del evento, no lo dudé. Era la oportunidad que estaba esperando desde hacía muchos años para conocer a Serrat, para decirle lo que representaba para mí, un argentino enamorado de sus letras y músicas, hijo de una generación que sufrió y combatió a sangre el desguace humano de la represión militar, y que encontró en «Para la libertad» un estandarte para la resistencia. Era, sobre todo, la oportunidad para dejar estampada en una instantánea ese encuentro tan especial.

Me había asegurado de ser puntual para no perderme nada. Para verlo entrar y pasar por al lado, apenas a un par de metros. Y ahí estaba yo con mi Canon, veinte minutos antes, en medio de un auditorio repleto, pero bien ubicado. Tengo que admitir que a medida que se iba acercando la hora las piernas comenzaban a temblarme.

El público también se impacientaba. Pero como suele ocurrir en estas situaciones, la llegada fue repentina y dejó a todos sorprendidos, in fraganti en sus charlas banales. Y quizás por esta misma razón fue que los presentes, ni bien notaron la aparición de Serrat, sacaron sus teléfonos con torpe exaltación para hacer fotos y reenviarlas con apuro por whatsapp a sus familiares y amigos.

No voy a decir que no caí en la tentación de hacer lo mismo. Pero la fotografía significa tanto para mí que tomar una imagen al vuelo, con un teléfono, hacer una foto de mala calidad y, sobre todo, con torpe exaltación, va en contra de mis principios. De modo que luego de la tercera o cuarta fotografía medida, pensada y precisa que le tomé a Serrat con mi Canon réflex, saqué mi celular y gatillé para mandarles la imagen a mis familiares y amigos a través de whatsapp.

Hasta la mano me temblaba, y no es que mi celular sea de última generación. Diez fotos no bastaron para tener algo decente. Elegí la menos movida, la menos desenfocada, la menos impresentable, y empecé a enviársela a mis contactos.

La primera respuesta que tuve fue de Adrián Bruguera: «Sos un cholulo». Era la primera vez que me llamaban así. Pero la realidad es que no lo soy, que lo que quiero no es una foto de una persona célebre, famosa, para decir que estuve cerca de esa persona célebre, famosa. Lo que quiero es decir: “Estuve cerca de ese ser humano que me hizo erizar la piel con sus canciones”. Eso traté de explicarle a Adrián, a lo que esta vez me respondió: «Sos un cholulo».

Mientras Luis García Gil hablaba de su libro junto a Francesc Sáinz, Fermi Puig y Joan Isaac, mientras cada uno de ellos repasaba la poesía de canciones como «Mediterráneo», «Pueblo Blanco» o «Lucía», los simbolismos, los oxímoros, la profundidad, yo seguía enviando la foto borrosa a mis contactos de whatsapp. Pero esto no bastaba. Yo quería una foto junto a Joan Manuel.

Giancarlo ya había terminado su número musical y me acerqué para preguntarle si se quedaba hasta el final, que si le parecía bien yo le sacaba una foto a él junto a Serrat, ya que había interpretado un tema, y él una a mí. Propuesta aceptada.

No iba a ser fácil. Al final de la presentación, tomó la palabra el mismo Serrat. Durante dos horas había permanecido sentado entre el público como uno más, y ahora agradecía de pie a todos, se limpiaba los elogios que le habían endilgado durante la charla y avisaba que lamentablemente tenía otra actividad y se tenía que ir «rapidísimo».

Con Giancarlo decidimos ir a la puerta de la librería, donde no había nadie, y tomar por sorpresa a Joan Manuel. De esta forma no nos podía decir que no a dos simples fotos. Esperamos allí varios minutos hasta que, por fin, lo vemos salir por la puerta solo.

«Joan Manuel, una foto, por favor», nos abalanzamos de inmediato. Y no pudo decir que no, pero «vale, rápido porque me tengo que ir, tengo un compromiso». Primero va Giancarlo, y las manos me temblaban, era como estar jugando una final y tener sólo un segundo para definir una jugada de gol frente al arquero rival. Metido en el universo de apuros que era Serrat en ese momento, logré hacer un cambio de cuadro. La luz no era la mejor y mi Canon, mucho menos.

Ahora era mi turno. Giancarlo se preparaba para tomarme la foto. Era un momento para aprovechar y decirle a Serrat lo que representaba para mí. Era el momento para sacarle alguna palabra que tuviera que ver con mi universo interior, para meterlo en esa construcción Serrat que fui tejiendo a lo largo de los años y hacerlo cómplice. «Soy rosarino. No soy de Rosario Central como Fontanarrosa. Soy de Newell’s, pero sé que vos sos un hombre de amplios principios». Joan Manuel me miró extrañado, con cara de no saber qué responder. Giancarlo, que una hora atrás había sido capaz de entonar «La mujer que yo quiero» frente al mismísimo Serrat, sin que se le cayera una sola gota de sudor y con una voz increíble, era incapaz de encontrar el botón de la cámara fotográfica.

«Joder, Messi es de Newell’s, si el chaval viste algún día esa camiseta cambio de principios», me disparó con dejo el catalán. No estaba pudiendo robarle una, al menos, ligera sonrisa para la foto, para esa foto que hasta pensaba revelar y colgar en mi habitación, y guardarla para mostrársela a mis futuros hijos.

Yo volví a mi discurso: «Soy de Newell’s por mi viejo. Su padre en realidad era de Central Córdoba, algo de Central tenía. Pero, bueno, la esposa de mi abuelo, mi abuela, que se llamaba María, era hija de andaluces, de Torre del Mar, muy cerquita de Málaga. Mi bisabuelo era pescador, pescaba en el Mediterráneo, como tu canción, pero después de la Primera Guerra Mundial escapó del hambre hacia Argentina, fue directo a Rosario y empezó a trabajar como estibador en el puerto. Jugaba al billar en un club y se hizo argentino, pero según mi papá siguió teniendo esa cosa española. Mi papá tiene nacionalidad española por mi bisabuelo, se llama Mario y te admira mucho». Después de cinco minutos de contarle mi vida, la cara de Serrat era una piedra, y Giancarlo todavía estaba buscando el botón de la cámara.

Apurando el trámite para llegar a tiempo a su otra actividad –o quizás intentando escapar–, el catalán echó el brazo en dirección a Giancarlo y le dijo «oye, que tienes que presionar allí», y mientras le explicaba cómo sacar la foto, Giancarlo dio finalmente con el disparador de la cámara y le dio hasta el fondo a mansalva, dejando petrificada la cara de un Serrat en franco desasosiego. Una cara incómoda.serrat

La remé hasta el final. Procuré cambiar el curso del maldito destino que todo lo prefija con caprichosa arbitrariedad. Le solté después de la foto: «Nano, no te estoy pidiendo que me quieras, sólo que entiendas que yo sin conocerte en persona ya te quiero. Mis padres bailaron y se conocieron con tus canciones. Me acompañaste durante toda mi adolescencia. Me enamoré con ‘Lucía’, volví a mis raíces con ‘Mediterráneo’, busqué a mi ‘Penélope’ en los andenes, me limité a mirar a la mujer que no se dejaba tocar, y canté ‘Fiesta’ con pasión, borracho y desnudo en medio de las calles rosarinas. Quiero que entiendas que te veo y es como si te conociera de toda la vida». Cuando terminé de decir esto, Serrat ya estaba de espaldas, encarando calle arriba. Fue entonces cuando oí, o al menos creí haber oído, su voz lejana diciendo: «Fue la cosa más linda que jamás me haya dicho un groupie«.

Una sonrisa como la de Trump (o Lecciones que nunca aprendimos)

– Matrix no es una película de ciencia ficción; tampoco es un relato para tomar al pie de la letra, en sentido literal. Sino una eficiente metáfora para hablar de nuestra sociedad.

– Ni Estados Unidos es un pueblo peculiar. Sino que sus estratos sociales son tan abiertamente acordes a la configuración del mundo actual que es más fácil ver de qué va la cosa.

– Ni Donald Trump es el peor de los villanos ni es increíble que se haya convertido en el próximo presidente de Estados Unidos. Ni los estadounidenses son seres repugnantes, ni siquiera los que votaron a Trump.

– Miren a Trump. Mírenlo. ¿No distinguen algo común, algo que identifica en mayor o menor medida a cada uno de nosotros? Veo una foto de Trump, una selfie junto a su bella esposa eslovena. Dos figuras resplandecientes, prolijas. Dos sonrisas Odol. Veo a Trump en el éxito, elevado en un exceso de autoestima, lo veo efusivo. Lo veo queriendo mostrar y decir lo que muchos quieren ver y escuchar. ¿Y detrás qué?

– ¿No somos todos un poquito Trump? ¿No andamos ocultando la mierda que tenemos en nuestras vidas, mostrando sólo lo que otros van a estar contentos de ver? ¿No es triste una imagen vacía? ¿Acaso las redes sociales no testimonian la gran falacia que somos como individuos?

– Somos una selfie, un recorte caprichoso del día, necesario para seguir viviendo, para alimentar el ego. La realidad que se nos presenta está vacía, es de cartón, ilusoria. No es realidad. La realidad quedó lejos, se nos escurre de la mano como si fuera agua. Y entonces necesitamos algo de afecto, aunque sea a través de una foto, aunque sea esforzando una sonrisa.

– Una sonrisa como la de Trump.

Tenerlo todo

Este fin de semana no pude dejar de pensar en mi viejo. Pasaron más de cinco años desde su muerte y yo como si nada. Apenas si había repasado algunos recuerdos cuando se daba la ocasión, alguna reunión familiar, una foto, un par de mocasines. Cinco años sin habitar los recuerdos; cinco años enfocado en el día a día mataron de principio cualquier posibilidad de traer a papá a mi presente.

Unas imágenes televisivas quebraron toda esta inercia en un domingo más quieto de lo habitual. Los recuerdos se me dispararon como brújula sin norte. Se trataba de los especímenes del jardín zoológico de Rosario. Los tenían en un campo afuera de la ciudad y la cámara de canal cinco iba desplazándose de jaula en jaula poniendo al descubierto el miserable destino de los animales. Enseguida todo fue nostalgia y tristeza. Me deprimí. No sólo por mera empatía animal; el zoológico formó parte de mi infancia y mi papá había tenido mucho que ver.

Yo tendría unos siete años y mis viejos estaban separados. Vivía con mi mamá y los fines de semana papá nos pasaba a buscar a mi hermana y a mí. Rosario era otra ciudad, muy lejos de la aldea global. Calles grises, caras conocidas, bodegones, calesitas. Todavía se dormía la siesta y los veranos eran soledad y silencio. En este mundo, papá fue un baqueano. Pobre como era, flaco y triste, me enseñaba cosas. Y el zoológico era un escenario ideal. No se pagaba entrada y siempre teníamos algo que conocer.

Luego de ver esas imágenes en la televisión, me tiré en el sofá y traté de recordar las tardes en el zoológico. Me esforcé en reconstruir algo más o menos cercano a lo que había vivido con mi papá. Recordé que la travesía empezaba en el camino de ida al parque. Que cuando no zafábamos de pagar mi boleto de colectivo –me hacía pasar como menor de cuatro–, papá me alzaba y pateaba cuarenta cuadras. Lo veo cruzando el arco de ingreso al zoológico por avenida Las Palmeras, bajándome al piso, enjugándose la cara y sonriéndome.

Papá me baja a pasos de la imponente jaula de los monos tití y me cuenta que si te agarran un dedo te lo quiebran porque son fuertes. Yo lo escucho atento, como cosa seria, y veo los monos saltar de liana en liana, mientras otros se despiojan y se masturban. Unos veinte hombrecitos comportándose como animales, pidiéndoles puflitos a los chicos que se acercan. Los chicos se los arrojan y los monos se pelean. ¿Por qué les tiran los puflitos? ¿Por qué no se los comen ellos? El kiosco del zoológico está a pocos pasos de la jaula y yo le tironeo la camisa a papá. Quiero puflitos, le digo. Papá no responde. Mira para arriba. ¿Me comprás puflitos? Papá no contesta, tiene los ojos clavados en las partes más alta de los árboles. Nos dice que se va al baño. Sos un boludo, me dice mi hermana, ¿no te das cuenta?, y me empieza a doler la panza. Entonces, Lorena se enoja conmigo y grita cosas que no entiendo y que me hacen doler más la panza.

Era mejor cuando venía mi amigo Gonzalo en vez de mi hermana. La pasaba mejor y no me molestaba. A veces jugábamos a la pelota en el parque. Gonzalo tenía una Tango que le había regalado el papá. Tenía todas las costuras abiertas y las hilachas de caucho se le salían entre los gajos. Gonzalo llevaba la Tango a todos lados y todo el tiempo hablaba de la Tango. Una vez mi papá nos enseñó a darle comba. La parábamos adelante de dos árboles y teníamos que hacerla pasar entre medio. Y la Tango volaba, parecía la cabeza de un muñeco peludo, con todos los rulos moviéndose en el aire. Un día fuimos al zoológico y le dijimos a mi papá que queríamos escalar la montañita. Entonces, después de ver los animales fuimos para allá. Nos metimos en la subida. Gonzalo llevaba la Tango apretada contra el pecho. Yo iba corriendo más adelante para empezar a trepar por los huecos de los arbustos. Porque arriba de todo se podía llegar por el caminito o pasando entre los arbustos, que era más rápido pero más difícil. Antes de meterme entre los arbustos me di vuelta para ver a mi papá, que se había quedado atrás. Mi papá me dijo que esperaba abajo. Entonces, Gonzalo paró y le dejó la pelota. Después empezamos a correr como indios hasta llegar a la parte más alta de la montañita. Nos quedamos un rato, porque desde ahí podíamos ver todo el zoológico. Era como tener todo el mundo para uno solo. Después, bajamos de la montañita como bolas de nieve. Estábamos muy contentos, pero papá estaba raro, como triste. Le pregunté qué le pasaba. Entonces lo miró a Gonzalo y le pidió disculpas. La Tango había desaparecido. Gonzalo se largó a llorar, parecía que explotaba. Tenía los cachetes rojos y toda la cara llena de lágrimas. Yo miraba para todos lados a ver si encontraba la pelota. Después volví a mirar a mi papá y vi que hizo aparecer la Tango, que la tenía escondida atrás de la espalda. Gonzalo se la sacó con fuerza y la apretó contra su pecho. Gonzalo seguía llorando, pero parecía sentirse mejor. Mi papá seguro que se quedó mal porque le dio unos golpecitos en la espalda. Y yo me acuerdo que me quedé pensando qué pasaría si perdiera mi pelota, si hubiera llorado tanto.

Jardín Zoológico de Rosario – Imagen meramente ilustrativa – Créditos fotografía: Graciela Elisabeth Faure – http://monstresse.free.fr/grastuff/familia.htm

Ahora estoy de nuevo en el zoológico con papá y mi dolor de panza. Lorena se fue con unas amigas que se encontró, porque es más grande y a ella la dejan irse sola. Estamos cerca del arenero, que está al final del recorrido. Llegamos adonde están los lagartos y le pido a papá que me haga cocoyito porque estoy cansado. Me dice que no y me enojo. Él se enoja. Me voy más adelante y no le hablo. Así me veo, un metro veinticinco de altura, adelantándose unos pasos para seguir la marcha solo. Sin querer hablarle, sin querer mirarlo. Paso por al lado de las distintas especies de lagartos. Los yacarés, inertes, me devuelven frialdad e indiferencia. Se me forma un nudo en la garganta. Mis ojos esquivan los de él. Sigo caminando, con pesadez, arrastrando los pies sobre el sendero de piedras rojas. Mastico los dientes. Llegamos al arenero y me empiezo a hamacar.

Y a partir de este momento todo se parece más a un sueño. Mi papá estaba a un costado del arenero. Lo vi fumando. Yo seguía hamacándome. Hacía frío y sentía el viento que golpeaba duro en la cara. El arenero era un mundo de chicos jugando, riéndose, y de padres por todos lados, hamacando a sus hijos, girándolos en la rueda. Entonces me bajé de la hamaca de un tirón, y en el topetazo de la caída vi gente moviéndose. Escuché ruidos y el viento soplaba para todos lados. Cuando logré estabilizarme, mi papá ya no estaba más. Donde había estado fumando había una mujer con un cochecito. El corazón me empezó a latir fuerte y rápido. Estaba desorientado, no sabía hacia dónde mirar. Empecé a girar tratando de identificar alguna ropa, algún color, pero no había nada. Todo había perdido forma. Me sentí en la ausencia absoluta, en un desierto. Solo. Corrí desesperado para salir del arenero y seguí por los alrededores del camino que llevaba a la entrada. Y cuando estaba por atravesar una línea de árboles al final del arenero, vi a mi papá que se asomaba por detrás de un árbol y que, chistándome, sonriente, abría los brazos. Corrí hacia él y me lancé para apretarlo bien fuerte. Partí en llanto, pero enseguida las cosas tuvieron otro sentido. Yo volvía a ser el mismo, el que lo tenía todo. Y me sentí fuerte y seguro. Y no recuerdo cuánto duró ese abrazo, pero para mí fue una eternidad. Lo cierto es que en algún momento emprendimos camino hacia la salida del zoológico y le agarré la mano. No se la solté hasta que esa tarde nos despedimos.